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miércoles, 4 de enero de 2017

Navidades

-Todos somos, en parte, sujetos escindidos entre lo que deseamos ser y lo que somos. La vida puede ser una mierda, Ana, y todo se va al carajo tarde o temprano. -Hermoso discurso de Navidad, José. Te invito esta noche a casa y lo vomitás en la mesa de Nochebuena, delante de mis padres y mi abuela: les va a encantar. Seguramente sería el mejor brindis de los últimos cinco años; bah, no sé si el mejor pero al menos el más original. Eso sí, para la abuela quizás sea el último, porque parte de su yo ya está escindido, como decís vos, y está más cerca del arpa que de la guitarra. Sería una hermosa despedida para ella. Ana deambulaba por la semipenumbra de la habitación, acomodando alguna cosa que ya estaba acomodada, limpiando sutiles líneas de polvo en ese recinto tembloroso a la sola luz de algunas velas decorativas. José se había recostado en los almohadones del suelo; desde allí podía ver el suave ir y venir de su amiga, quien hacía quejarse a cada paso al suelo de madera. -Dale, Ani, vos burlate de mis ideas. Si lo digo yo, soy un exagerado o un negativo, pero si lo dice Derridá, Foucault o cualquiera de tus filósofos del XX está perfecto. Mirá, yo creo que una parte de nosotros se va quedando en cada rincón de nuestras historias, en cada amor finalizado, en cada puerto visitado, en aquellas cosas que han dejado de interesarnos… -Precisamente esta mañana leí un tuit –dijo Ana- que decía algo parecido, pero no sé si coincido. -Entonces no soy el único que lo ve así. Tampoco me siento muy original, ojo. Sé que la idea del sujeto dividido es hasta un tópico literario. Lo que no entiendo a veces es qué nos divide o por qué nos dividimos. Y mucho menos cómo juntamos los pedazos. Por ejemplo, acá tenés la Navidad: una fiesta religiosa, festejada paganamente, sin sacrificios ni rezos ni toda esa cosa cristiana. Esa sería nuestra primera división. La segunda está en nuestro interior: nos juntamos a cenar con unos pero queremos estar con otros. Ahí tenés el ser y el deber ser: hijos que cenan con padres aunque quisieran estar con amigos, mujeres que están con la familia pero desean estar con sus amantes… - U hombres que quieren estar con las suyas, podrías decir. - Sí, obvio. Pero puse a la mujer en mi ejemplo para que no empieces con eso de que soy machista. -Porque lo sos… Ana y su sonrisa se dirigieron hacia la mesa. Ella vació lo que quedaba del malbec y le acercó el vaso a José, quien también sonreía a medias, con ese gesto tan suyo –Ana lo conocía de sobra- de “no me provoques, porque yo sé que me estás provocando”. -Tomá, macho, disfrutalo, que te lo sirvió una mujer. José se rió del todo. Ana era genial para calmar esa ansiedad de sus pensamientos retorcidos. Ella sabía cuándo hacer la pausa necesaria, cuándo opinar, y su punto de vista siempre aportaba algo nuevo al devenir de la conversación. Porque eso es lo que José amaba de Ana: ella nunca se oponía a sus argumentos porque sí, por armarle la charla, sino que incorporaba una mirada fresca y renovada a su razonamiento, a esas ideas que él traía un tanto sucias y estrujadas, como un trapo de piso en un día de lluvia, y que Ana sabía enjuagar y poner a secar al sol. -Las fiestas son siempre una época para la reflexión- retomó Ana. Es normal que te replantees estas cosas. Algo tuyo, José, quedó en tu otra vida, es cierto: tu divorcio se llevó una parte de vos, de aquel que fuiste… -Sí –dijo José levantando el vaso- sobre todo mis bienes. -Sabés que no hablo de eso sino de quién eras vos, de quién sos ahora y seguís siendo. No sé si te dividiste, quizás simplemente cambiaste. Si algo de vos se fue, mejor, porque se fue el malestar que vivías, ese malhumor permanente… Pensándolo bien, el malhumor sigue ahí, en eso no cambiaste, don Quejote. Pero no creo que todo el mundo sea igual: yo estoy entera donde quiero estar y con quien quiero estar- dijo Ana y bebió-. Esta noche celebro lo que quiero y con quien quiero. Sabés que realmente deseo que te quedes. Todo es cuestión de ser sinceros con nosotros mismos. -¿Vos creés que me engaño, Ana, que no debería sentirme vacío, incompleto? - preguntó José y luego apuró el resto del vino. Mientras chasqueaba la lengua contra el paladar, un torbellino de ideas se arremolinaba en su cabeza, como cuando uno quita el tapón de la bañera y el agua gira en torno al agujero, en círculos cada vez más cerrados, más ajustados. La separación de José había sido dolorosa: casi diez años de matrimonio con una mujer (“son diez navidades” calculó), un hijo demasiado pequeño para poder digerir con facilidad la decisión paterna y desagradables discusiones por bienes materiales comunes a los cuales José, en el fondo, despreciaba-. Yo siento que me divido, y pierdo fuerzas, Ana. No sé qué me pesa más, si su ausencia o mi presencia. Así estamos, puro espíritu navideño. ¿No hay más vino? -A veces hay que dejar de pensar tanto y simplemente vivir– dijo Ana, mientras abría una nueva botella-. Y la libertad está en vivir sin miedo. Empezá a sentir y dejá de pensar. En los ojos de José algunas lágrimas peleaban por salir contra el ejército del deber ser y la caballería de sus recuerdos. Y así, con los ojos casi anegados, sintió a Ana, la materialización de toda la razón, de todas las fuerzas que aún no poseía, de toda la esperanza que cabía en su pequeño mundo. Entonces sonrió quedamente y sólo pensó en ella, en la posibilidad del amor y en que tal vez sí existan los milagros de Navidad.

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