Al lector

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lunes, 14 de febrero de 2011

Honestidad, grúas y algo más...

Un domingo de enero, a eso de las 19 hs, estacioné mi auto a metros de la esquina de Rivadavia y Rincón, al 2100 de la avenida, a unas cuadras del Congreso. Me dirigía a cierta reunión referente a un nuevo trabajo en el famoso “Café de los Angelitos”. Al salir de la cita, me percato de que mi coche ha desaparecido del lugar en donde lo había dejado (cosa extraña en nuestro país). “Ojalá me lo hayan robado”, ¡llegué a pensar!, ya que la sola idea de que la grúa lo hubiera removido me producía un escalofrío casi premonitorio de la tragicomedia que el destino y la justicia porteña me deparaban.
Cinco o seis metros detrás del lugar que mi auto había ocupado, había (hay) un cartel: “No estacionar 24 hs zona de carga y descarga de mercadería”. ¿Cómo saber cuánto espacio de la calle está destinado a este uso? Quien me acompañaba y yo, resignados, pagamos once pesos de taxi hasta la playa de estacionamiento subterránea cercana al obelisco. Allí debimos abonar, al contado, $190 por el acarreo. Además nos informaron que, en el pavimento, debía estar pintada una línea punteada color azul que delimita el espacio reservado para aquellos vehículos que cargan y/o descargan mercaderías y que la misma no debe ser ocupada en forma permanente por coches particulares, ni siquiera un domingo a la noche.

–Pero no está pintada- protesté.
- Eso, entonces, informeselo al juez cuando haga su descargo- respondió el gentil Robin Hood que tomaba mi dinero para engrosar las arcas del Gobierno de la Ciudad.

La cuestión es que, días después, previo pedido telefónico de cita con el juez (ya sumamos el costo de una llamada no breve), me apersono a padecer una fila interminable de un par de calurosas horas de duración en mi tiempo libre de escaso valor (sumemos aquí las horas de estacionamiento, combustible, peajes). La jueza -una mujer impoluta- me informa que el hecho de que no esté pintada la línea que me indica dónde no puedo estacionar no es tan trascendente: evidentemente, cualquier conductor parecería poseer las artes mágicas del cálculo de polígonos inexistentes, por lo cual es innecesario la pintura demarcatoria de los mismos. Concluyó la benemérita doctora (porque pocos abogados realizan su doctorado, pero todos son doctores y aman que así se los llame) que enviaría a un lacayo leguleyo a que observara la escena del crimen y dictaminara si yo, quien dejé mi auto al 2131 de Rivadavia, obré criminalmente. De ser así, ni quise imaginar el precio de la multa. Tampoco ninguno de los asistentes de la jueza supo decirme a cuánto ascendería la pena, ya que eso “depende de la doctora” (sic).
Tras aguardar quince días hábiles, volví a abonar los costos del viaje y estacionamiento para tener otro agradabilísimo encuentro con la justicia. En esta oportunidad, padecí a una empleada de la doctora a la que dos jovenzuelos, de notable experiencia superior en esto de multar gente, gastaban bromas para que ella no pudiera hacer su trabajo. De más está decir que su divertimento hacía crecer directamente la cantidad de tiempo que yo perdía en esa calurosa oficina. Una vez que la pobre muchacha de senos siliconados, pestañas postizas, extensiones capilares notables y labios colagenados (un verdadero esperpento) encontró la papeleta del informe, me leyó el mismo. En ese pseudo-texto se sugería que la infracción era pertinente, ya que existía un cartel desde el 2011 al 2031.

-Yo me atengo a lo que dice el informe. Usted diga lo que quiera, pero…
-No puede haber un cartel tan ancho- argumenté ya a la jueza.
- Señor, usted estacionó entre carteles- explicó severa la adalid de la (in)justicia.
- Doctora, lea el informe y verá que hay un solo cartel. Si está varios metros detrás de mi posición, ¿cómo puedo verlo? Además no está la línea punteada, ¿yo cómo sé dónde no estacionar?- dije, en un último intento de traer a la verdad a una jueza a la que ya hacía rato que le asomaban los colmillos y no quería perder más de su precioso tiempo con una cucaracha como yo, a la que podría aplastar con un simple pisotón de la justicia.
-¿Tiene antecedentes?- preguntó la dra. Drácula a su siliconada absorvecalcetines.
-No
-¡¿Y usted qué quiere? ¿Qué le devuelvan el importe del acarreo?! – chilló la vampiro, casi como si yo quisiera matarle las crías o algo por el estilo.

Entendí que la mano no venía a mi favor, ya que la dra. se atenía a un informe a las claras tendencioso, totalmente érroneo, mal redactado, confuso, impreciso… Un no-texto de esos que un chico de los primeros años de secundaria sabe regalar a sus docentes a diario. No me quedaba otra que negociar.
La cosa terminó con un tirón de orejas para mí, sin multa y sin devolución del dinero del acarreo. En definitiva, debo sentirme feliz porque, a causa de que no están bien las señales en la bendita ciudad de Baires, yo solamente debí gastar alrededor de 100 pesos en viáticos más los 190 del acarreo de una grúa que sabe perfectamente de dónde levantar vehículos.
Nada está hecho para el control y el mejoramiento del tránsito urbano. Todo lo que se hace es para recaudar dinero, todo: la fotomulta estratégicamente preparada junto a carteles con velocidades imposibles de cumplir, el mal señalizamiento, el policía que informa de algunos vehículos y protege otros cuyos dueños han “adornado” al agente, etc.
¿Qué hacemos para protegernos de esto? ¿Qué herramientas? Ninguna, o pocas y desconocidas. Porque no es que uno no quiera cumplir la norma o pagar por su infracción; el asunto es que, cuando la regla está hecha con un espíritu impuro, tramposo, da bronca. El que maneja la grúa, el policía, la jueza, los empleaduchos, el jefe de Gobierno, el dueño de la empresa que gana la licitación para el negoción de los acarreos y un largo etcétera son los responsables de que ciudadanos inocentes dejemos en sus manos el dinero que tanto nos cuesta ganar honestamente. Y aquí hemos llegado al quid de la cuestión: HONESTIDAD. La palabrita que tantos desconocen…

miércoles, 9 de febrero de 2011

Medio pan y un libro.

Locución de Federico García Lorca al Pueblo de Fuente de Vaqueros (Granada). Septiembre 1931. (Gracias Anibal Guillermaz por el aporte)

"Cuando alguien va al teatro, a un concierto o a una fiesta de cualquier índole que sea, si la fiesta es de su agrado, recuerda inmediatamente y lamenta que las personas que él quiere no se encuentren allí. ‘Lo que le gustaría esto a mi hermana, a mi padre’, piensa, y no goza ya del espectáculo sino a través de una leve melancolía. Ésta es la melancolía que yo siento, no por la gente de mi casa, que sería pequeño y ruin, sino por todas las criaturas que por falta de medios y por desgracia suya no gozan del supremo bien de la belleza que es vida y es bondad y es serenidad y es pasión.
Por eso no tengo nunca un libro, porque regalo cuantos compro, que son infinitos, y por eso estoy aquí honrado y contento de inaugurar esta biblioteca del pueblo, la primera seguramente en toda la provincia de Granada.
No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio de Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social.
Yo tengo mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente con un pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que tiene ansia de saber y no tiene medios, sufre una terrible agonía porque son libros, libros, muchos libros los que necesita y ¿dónde están esos libros?
¡Libros! ¡Libros! Hace aquí una palabra mágica que equivale a decir: ‘amor, amor’, y que debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia para sus sementeras. Cuando el insigne escritor ruso Fedor Dostoyevsky, padre de la revolución rusa mucho más que Lenin, estaba prisionero en la Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita; y pedía socorro en carta a su lejana familia, sólo decía: ‘¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!’. Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida.
Ya ha dicho el gran Menéndez Pidal, uno de los sabios más verdaderos de Europa, que el lema de la República debe ser: ‘Cultura’. Cultura porque sólo a través de ella se pueden resolver los problemas en que hoy se debate el pueblo lleno de fe, pero falto de luz.