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miércoles, 3 de agosto de 2011

Alfonso X

- ¡Por Dios! - exclamó casi fuera de sí. El sabio rey no podía creer lo que estaba sucediendo.
Alfonso X, imposibilitado de leer otro de los manuscritos que había llegado hasta sus manos, apretó la hoja con firmeza intentando decifrar el arcano preso en el papel.
- La ansiedad Nos carcome. ¡Guardias, traed al mensajero!
El monarca giró sobre sus talones y se dirigió hacia la mesa. Colocó el texto dentro de un sobre, tomo el lacre y cerró el tesoro con su anillo.
...
- Aquí estoy, Su Majestad - resonó la voz del otro lado de la sala. Un joven en reverencia era el dueño de aquel saludo respetuoso.
- Está bien, levántate - dijo el rey. Escucha bien cada una de nuestras palabras, porque de estas instrucciones dependerá tu vida. Debes llevar este sobre hasta Toledo. Sabes que allí funciona nuestra escuela de traductores y tanto ellos como Nos valoramos la importancia suprema de este texto. El camino es arduo pero no imposible. De ningún modo deberás extraviar este documento ni dejar que caiga en manos ajenas. Es de vital importancia, repito, que el texto llegue a buen término, pues de él tal vez dependa el futuro de nuestra corona e inclusive, tu propia vida.
- Así se hará, vuesa merced - dijo el súbdito.
- Dios te ilumine...-. Las palabras cayeron de sus labios, anhelantes.


El viento soplaba suave en toda la comarca. El trote hueco del corcel avisaba al camino que un hombre se acercaba. Algunas nubes adoselaban la bóveda bajo la cual, jinete y manuscrito, recorrían la distancia que los separaban de su traductor.
Lo cierto es que el joven mensajero debió cabalgar durante algunos días. Vadear ríos, huír de ladrones y cruzar algunas aldeas, fueron cosa corriente durante aquel periplo. En más de una ocasión el peligro mostró su rostro al valeroso mensajero que supo, como le había pedido su rey, defender con su vida la valiosa carga de papel.
Toledo lo recibió cálidamente. El clima benévolo al entrar a la ciudad, pareció coronar la dicha de su llegada matutina. Sin demorarse, el joven dirigió su cabalgadura hacia su destino. Una vez llegado a la puerta del Alcázar, un monje pequeño y arrugado recibió en mano el preciado documento.
- Esperaré por la traducción - sentenció con voz firme el mensajero.

Cuando la copia estuvo lista, al final del día, el mismo monje que lo había recibido se acercó con dos pergaminos y se los entregó al joven. Éste se despidió agradecido, montó su caballo y pensó en la salida.
Ya lejos de allí, preso de una profunda curiosidad, decidió leer el nuevo (¿nuevo?) manuscrito. Fue entonces que lo desenrrolló y leyó en frescas letras:
" Alfonso X no podía creer lo que estaba sucediendo"...

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